Muchos dicen que Estambul es una ciudad mágica. No sé si esa es la palabra para definirla pero está claro que algo tiene Estambul que la hace única, entrañable e incomprensible a la vez.
En parte, la ciudad se parece a Berlín. Las mezclas son bienvenidas y conviven ármonicamente: Asia y Europa; mujeres con burka sentadas al lado de jóvenes con botas y minifalda y maquilladas hasta los pies; lo oriental junto a lo occidental; el caos de una ciudad de más de 10 millones de habitantes gobernada por unos transportes urbanos puntuales y rápidos; la tradición junto a la modernidad; el pop-rock turco de los jóvenes mientras resuenan los cánticos de los minaretes por toda la ciudad; iglesias transformadas en mezquitas que todavía guardan frescos cristianos; la historia de miles de culturas que han pasado por la ciudad y han dejado huellas culturales y artísticas que se conservan y admiran hasta hoy día. Contradicciones y maneras de vivir bien opuestas, que conforman -sin problemas- el pasado, presente y futuro de Turquía.
Estambul (Istanbul) huele a kebab y especies. Su gente hace vida en los mercados; los tenderetes están repletos de coloridas verduras, frutas, especies y frutos secos. Más allá del Bazar (muy turístico), varios mercados y calles gremiales se esconden en los barrios populares. Pero no por eso los tenderetes dejan de ser menos preciosos; al contrario, resultan más auténticos. Nos perdimos en Eminönü y descubrimos la calle de los dulces, la calle de las básculas, la calle de las farmacias… En cierto modo, Istanbul recuerda la Barcelona de hace 50 años (o eso dicen los que vivieron en ella…).
La ciudad es un auténtico caos de personas que van de Asia a Europa y viceversa, todo el tiempo. Las paradas de autobuses no indican qué buses pasan por allí, pero no importa cuando, tanto la gente que espera como el revisor, se ofrecen a ayudarte; los motoristas van sin casco, los arcenes de las autopistas resultan atajos perfectos para muchos; y coger un taxi o un dolmus es una auténtica aventura -sin cinturón de seguridad, obviamente . Un poco «can pixa», como decimos en catalán.
Nos sorprendió agradablemente ver que son más europeos de lo que creíamos. Como buenos mediterráneos, físicamente, se parecen mucho a nosotros, y en cuanto a manera de ser son abiertos y extrovertidos. Son buena gente, honrada y amable. Tan sólo con sacar un mapa en la calle o en el tramvía, alguien acudía a ayudarnos (en un pobre inglés o directamente en turco). Como los catalanes, son buenos mercaderes y comerciantes, y chapurrean varios idiomas. Reconocen en seguida el país de sus potenciales clientes y saben cómo tratarles para conseguir encandilarles y que compren algo. Sin ir más lejos, en el Gran Bazar encontramos un vendedor que detectó que éramos catalanes y empezó un monólogo de frases (excelentemente pronunciadas) aprendidas de memoria, que acabaron con el mítico «Parlo sense vergonya, parlo en català, i si m’equivoco, torno a començar«. Hay que verlo para creerlo!
Los turcos están preparados para eso y mucho más; y estoy convencida que en cuanto entren en la Unión Europea, serán los reyes del mambo.